El viernes amaneció encapotado después de una noche helada de invierno. Todos mirábamos por la ventana y esperábamos para ver los primeros copos caer. Durante todo el día nevó sin tregua y cubrió con un manto blanco los tejados y los paraguas, que parecían como pequeños duomos cubiertos de nieve. Las plazas estaban llenas de gente tirándose crueles bolas heladas y de entre ellos reconocí a más de un español. Mientras, las gitanas de enfrente de la catedral persistían en intentar vender paraguas a los turistas mientras ellas se calaban protegidas únicamente con un leve pañuelo enrollado en la cabeza.
El suceso fue mágico para todos los no afectados por el corte de las comunicaciones o por algún que otro resvalón desafortunado. Yo caí embrujada en especial cuando llegamos a los soportales de la Piazza della Signoria y vi las estatuas de mármol que tanto admiro lamidas de blanco y expuestas a la ventisca. A eso se referían los miembros de la Academia cuando decidieron meter bajo techo al David de Miguel Ángel. El resto del museo se quedó al aire libre, pero así es como a mí me gusta: las estatuas luchando contra sí mismas y contra el tiempo eternamente mientras diferentes ojos caducos las admiran.
1 comentario:
Buena crónica
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